lunes, 14 de abril de 2014

LA MUJER ENIGMATICA


                                        
            Me llamo A.M.; Ana María para mis clientes y Ana a secas para mi señor esposo.
            Era de una edad intermedia, lo suficientemente mayor para saber lo que quiero de la vida y lo bastante joven como para tener todavía ilusión y sueños por cumplir.
            No soy alta, como para jugar al baloncesto, pero tampoco bajita como una enana de cuento infantil.
            Creo que visto a la manera en que visten las mujeres de mi edad  y de mi época. Sin florituras ni colores vistosos, aunque sin sobriedad. Llevo mi pelo moreno y liso que me cubre hasta mitad de mis  hombros. Uso vestido negro, como cielo cerrado y nuboso de diciembre, que por pudor no deja ver mi escote. Cuando me levanto de la cama por la mañana bien temprano y ese día me siento coqueta y contenta con el mundo, me adorno con un collar de perlas mallorquinas, fruto de la herencia de mi difunda madre; me encanta ese collar.
            Trabajo, mano a mano, con mi señor esposo. Este, Santos se llama,  es un poquito más alto que yo, medirá 1´75, es ancho de espaldas y de brazos fuertes, pues su trabajo así lo requiere. Es hacedor de pan y se le da de maravilla la repostería, tanto dulce como salada. Sus cuernos de merengue y, alguna vez por encargo, de chocolate o nata, son famosos en toda la comarca.            
        Me casé por amor, aún moza, y mi vida con Santos, que me lleva 10 años, es totalmente satisfactoria a pesar de lo mucho de esforzado de nuestra vida ya que nuestra jornada empieza a las 3 de la mañana y termina a las ocho de la tarde. Aunque nos vamos turnando en el despacho de pan, pues así lo teníamos concertado de antemano. El se levanta a las 2 de la noche y termina su faena a eso de las 8 de la mañana y luego, por la tarde, a las cinco, media hora antes o media hora después, levanta la persiana para cerrarla a las ocho en punto. Yo por mi parte pongo el pie en el suelo a las 6:00, casi al alba, cuando el vapor del horno de pan empaña los cristales de la puerta por donde se van desgranando los primeros clientes que acuden a la panadería para comprar pan o bollos, para el desayuno, recién sacados del horno de leña.
            Como colofón al amor que sentimos el uno por el otro, tuvimos a Ruperta. Pesó tres kilos y medio y medía medio metro recién salida de mis entrañas de forma natural. No le daba el pecho pues mi trabajo era incompatible con mi obligación de madre y el biberón lo tomaba entre barra de medio y barra de kilo morena vendida.
            Cuando Santos bajaba a trabajar se la llevaba consigo, para que yo descansara un poco y estuviera dispuesta  a afrontar el día que se avecinaba unas horas después, y la ponía a dormir en una cunita hecha de madera, burda pero efectiva, pues la cría parecía descansar plácidamente mientras Santos hacía los mostachones, las empanadillas o los crespillos con las manos y con el pie, a la misma vez, acunaba a la chiquilla, ojito derecho de mi señor esposo.
            Vivíamos en un barrio coqueto y tranquilo de pescadores. La panadería estaba situada en una plaza grande y circular coronada por cuatro eucaliptos en sus esquinas. Eran de troncos anchos y largos de altura, verdes y frondosos, pues absorbían el agua de la fuente que estaba situada en el centro de la plaza. Enfrente teníamos una pescadería cuyo dueño, siempre vestido de blanco impoluto, vendía su género. A su lado una chatarrería y a su derecha una iglesia a la que los domingos iban los feligreses todos puestos para la ocasión.
            El resto de nuestra vida la pasamos trabajando y criando, trabajando y criando como correspondía a un matrimonio de esa época.
  Y esta es la historia de la mujer enigmática que el cartel de "La Mar de Música 2014" me ha inspirado para escribir la historia de Ana María y Santos. Espero que os gusten ambos igual que a mí.       
             




             
                       

No hay comentarios:

Publicar un comentario