Me
llamo A.M.; Ana María para mis clientes y Ana a secas para mi señor esposo.
Era
de una edad intermedia, lo suficientemente mayor para saber lo que quiero de la
vida y lo bastante joven como para tener todavía ilusión y sueños por cumplir.
No
soy alta, como para jugar al baloncesto, pero tampoco bajita como una enana de
cuento infantil.
Creo
que visto a la manera en que visten las mujeres de mi edad y de mi época. Sin florituras ni colores
vistosos, aunque sin sobriedad. Llevo mi pelo moreno y liso que me cubre hasta
mitad de mis hombros. Uso vestido negro,
como cielo cerrado y nuboso de diciembre, que por pudor no deja ver mi escote.
Cuando me levanto de la cama por la mañana bien temprano y ese día me siento
coqueta y contenta con el mundo, me adorno con un collar de perlas
mallorquinas, fruto de la herencia de mi difunda madre; me encanta ese collar.
Trabajo,
mano a mano, con mi señor esposo. Este, Santos se llama, es un poquito más alto que yo, medirá 1´75,
es ancho de espaldas y de brazos fuertes, pues su trabajo así lo requiere. Es
hacedor de pan y se le da de maravilla la repostería, tanto dulce como salada.
Sus cuernos de merengue y, alguna vez por encargo, de chocolate o nata, son
famosos en toda la comarca.
Me casé por amor, aún moza, y mi vida con Santos,
que me lleva 10 años, es totalmente satisfactoria a pesar de lo mucho de
esforzado de nuestra vida ya que nuestra jornada empieza a las 3 de la mañana y
termina a las ocho de la tarde. Aunque nos vamos turnando en el despacho de
pan, pues así lo teníamos concertado de antemano. El se levanta a las 2 de la
noche y termina su faena a eso de las 8 de la mañana y luego, por la tarde, a
las cinco, media hora antes o media hora después, levanta la persiana para
cerrarla a las ocho en punto. Yo por mi parte pongo el pie en el suelo a las
6:00, casi al alba, cuando el vapor del horno de pan empaña los cristales de la
puerta por donde se van desgranando los primeros clientes que acuden a la panadería
para comprar pan o bollos, para el desayuno, recién sacados del horno de leña.
Como colofón al amor que sentimos el uno por el otro,
tuvimos a Ruperta. Pesó tres kilos y medio y medía medio metro recién salida de
mis entrañas de forma natural. No le daba el pecho pues mi trabajo era incompatible
con mi obligación de madre y el biberón lo tomaba entre barra de medio y barra
de kilo morena vendida.
Cuando Santos bajaba a trabajar se la llevaba consigo,
para que yo descansara un poco y estuviera dispuesta a afrontar el día que se avecinaba unas horas
después, y la ponía a dormir en una cunita hecha de madera, burda pero efectiva,
pues la cría parecía descansar plácidamente mientras Santos hacía los
mostachones, las empanadillas o los crespillos con las manos y con el pie, a la
misma vez, acunaba a la chiquilla, ojito derecho de mi señor esposo.
Vivíamos en un barrio coqueto y tranquilo de pescadores. La
panadería estaba situada en una plaza grande y circular coronada por cuatro
eucaliptos en sus esquinas. Eran de troncos anchos y largos de altura, verdes y
frondosos, pues absorbían el agua de la fuente que estaba situada en el centro
de la plaza. Enfrente teníamos una pescadería cuyo dueño, siempre vestido de
blanco impoluto, vendía su género. A su lado una chatarrería y a su derecha una
iglesia a la que los domingos iban los feligreses todos puestos para la
ocasión.
El resto de nuestra vida la pasamos trabajando y criando,
trabajando y criando como correspondía a un matrimonio de esa época.
Y esta es la historia de la mujer enigmática que el cartel de "La Mar de Música 2014" me ha inspirado para escribir la historia de Ana María y Santos. Espero que os gusten ambos igual que a mí.
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