Estudiaba Químicas en Murcia porque era la asignatura que mejor se le daba en el Bachiller que estudió en el Instituto del Poblado, rodeado de eucaliptos,
sauces llorones, buganvillas y plantas trepadoras.
Para
sacarse unas pelillas y poder costearse sus pequeños vicios, trabajaba los
fines de semana en “ El cuervo”, bar típico de Murcia situada en la llamada,
popularmente, zona de las tascas de la capital.
El
bar antiguo y con solera era amplio y espacioso, con suelo de terrazo en donde
las cáscaras de cacahuete, que se servían con la caña, se colaban entre los
intersticios de las baldosas y eran muy difíciles de limpiar cuando, a eso de las
tres de la madrugada, cerrábamos el garito.
El
año anterior había estado un mes en Londres y allí había conocido a una
alicantina muy guapa, morena, de ojos negros y profundos como una cueva, alta
delgada y dos años menor que él, que vivía
a las afueras de Alicante, en una zona residencial de grandes y caros
bungalows.
Así
que una vez a la semana cogía el cercanías en la estación del Carmen y se iba a
visitar a su medio novia. El trayecto, de una hora y cuarto aproximadamente, se
hacía ameno pues siempre llevaba en la mochila algún librito interesante, esta
vez “ la insoportable levedad del ser” de Milan Kundera, que acaba de
publicarse en las librerías de toda España y él lo había comprado en una,
pequeña pero coqueta, y con todas las novedades editoriales, que estaba situada
cerca de la Plaza Belluga ,
junto a unos soportales al lado de la Catedral.
Esta
vez el encuentro, en la estación de Alicante, no fue como habitualmente,
cariñoso y sentido sino que fue frÍo y nada cordial; nada de piquitos y besos
apasionados, un solo abrazo y como de compromiso. Algo le pasaba a su chica y
él no sabía qué.
Se fueron
andando, muy callados y cabizbajos, como autómatas, y dirigieron sus pasos,
mecánicamente, como otras veces, hacia el Paseo de las Palmeras y el puerto.
Por el camino nada de ir cogidos de las manos, sino uno al lado del otro y sin
chistar ni pío.
Cuando por fin
se sentaron junto al mar ella le confesó, como en un suspiro, toda compungida,
pues aún había cariño: mira Chele, pues así se llamaba él, me he enamorado de
otro; no sé cómo ha sido pero ha sucedido. Ha sido poco a poco, pues lo conozco
ya tres años y vamos al instituto juntos, y como a ti sólo te veo una vez a la
semana y a él todos los días, pues eso.¿ Me podrás perdonar algún día?
Él, afectado y
un poco descolocado, le dijo muy serio, con tono grave y mirándola directamente
a los ojos: Está bien, pero eso me pasa por enamorarme de una niñata rica y
consentida que no sabe mantener una relación, aunque sea a distancia como la
nuestra.
Y con las
mismas cogió su mochila con el libro de Milan Kundera y se dirigió a la
estación para coger de nuevo el cercanías que había tomado esa mañana, que
nunca tenía que haber comenzado, y regresar, sólo y apenado a Murcia, dándose entonces
cuenta de “la insoportable levedad del ser”.
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