lunes, 27 de mayo de 2013

LA PALOMA


                                                                         
Amanecía sobre las seis y media de la mañana y él ya estaba despierto. Se preparaba su desayuno: café con leche, un par de cruasanes y un zumo de naranja y salía a la terraza de su séptimo piso en un edificio exclusivo de La Manga que daba al mar, y desde el que se podía observar toda la rivera sur del Mar Menor,  para hacerse una idea de qué tiempo le iba a hacer en Murcia.
Si al amanecer el sol resplandecía como una gran bola de fuego encima del Mediterráneo y no hacía la leve brisa fresquita de otros días, en Murcia haría un calor asfixiante e infernal; el asfalto se derretiría a su paso y sólo se estaría a gusto en la Catedral por el frío de sus capillas y pasillos lúgubres  y en el Corte Inglés por su aire acondicionado; yo creo que todos los murcianos se repartían entre estos sitios emblemáticos porque en la calle no se veía un alma, a pesar de la hora que era, bien entrada la mañana.
Cogía el autobús rumbo a Murcia a eso de las siete de la mañana para ir a su trabajo habitual, pues trabajaba en una oficina del Ayuntamiento vendiendo casas de protección  oficial a precio de coste, pero ya en aquella época no se vendía ninguna de esas características.
Desayunaba, otra vez, antes de entrar al trabajo, en la plaza del Ayuntamiento y desde su banco, pues siempre se sentaba en el mismo, era como un ritual, divisaba a los viejos  echarles migas de pan duro a las palomas que pululaban por la plaza. Siempre estaban los mismos y él ya les había puesto nombre y ocupación. Estaba Paco con su periódico al lado, en un banco, que siempre leía cuando se cansaba de echar comida a las palomas. Estaba Pedro  con su sombrero mexicano que sentaba dos bancos más para allá y debía haber sido un cachondo de joven pues tenía una sonrisa un poco pícara y pateaba, de vez en cuando, el suelo con sus zapatillas de casa para joder a las palomas y espantarlas; era juguetón el tal Pedro éste. Luego estaba Pablo que echaba condumio a las palomas a las que luego con saña y mala leche pegaba con su bastón de puño de plata.
Los cuatro no se conocían de nada, pero nada más verse, todos los días, alrededor de la misma hora, hacían un mohín con la cara a modo de saludo. Era su forma de darse los buenos días silenciosamente.
Una mañana, nuestro protagonista se enteró, porque Pedro y Paco hablaban más fuerte de lo normal, que Pablo en la calle de los Muros, allí mismo al lado del Ayuntamiento, había matado una paloma con su bastón de puño de plata y entonces los tres desconocidos sin saber ni cómo ni por qué se acordaron de la estrofa de un poema de Lorca: “en la calle de los Muros/ han matado una paloma./ Yo cortaré con mis manos/ las flores de mi corona”





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