Amanecía sobre
las seis y media de la mañana y él ya estaba despierto. Se preparaba su
desayuno: café con leche, un par de cruasanes y un zumo de naranja y salía a la
terraza de su séptimo piso en un edificio exclusivo de La Manga que daba al mar, y
desde el que se podía observar toda la rivera sur del Mar Menor, para hacerse una idea de qué tiempo le iba a
hacer en Murcia.
Si al amanecer
el sol resplandecía como una gran bola de fuego encima del Mediterráneo y no
hacía la leve brisa fresquita de otros días, en Murcia haría un calor
asfixiante e infernal; el asfalto se derretiría a su paso y sólo se estaría a
gusto en la Catedral
por el frío de sus capillas y pasillos lúgubres
y en el Corte Inglés por su aire acondicionado; yo creo que todos los
murcianos se repartían entre estos sitios emblemáticos porque en la calle no se
veía un alma, a pesar de la hora que era, bien entrada la mañana.
Cogía el
autobús rumbo a Murcia a eso de las siete de la mañana para ir a su trabajo
habitual, pues trabajaba en una oficina del Ayuntamiento vendiendo casas de
protección oficial a precio de coste,
pero ya en aquella época no se vendía ninguna de esas características.
Desayunaba,
otra vez, antes de entrar al trabajo, en la plaza del Ayuntamiento y desde su
banco, pues siempre se sentaba en el mismo, era como un ritual, divisaba a los
viejos echarles migas de pan duro a las
palomas que pululaban por la plaza. Siempre estaban los mismos y él ya les había
puesto nombre y ocupación. Estaba Paco con su periódico al lado, en un banco,
que siempre leía cuando se cansaba de echar comida a las palomas. Estaba
Pedro con su sombrero mexicano que
sentaba dos bancos más para allá y debía haber sido un cachondo de joven pues
tenía una sonrisa un poco pícara y pateaba, de vez en cuando, el suelo con sus
zapatillas de casa para joder a las palomas y espantarlas; era juguetón el tal
Pedro éste. Luego estaba Pablo que echaba condumio a las palomas a las que
luego con saña y mala leche pegaba con su bastón de puño de plata.
Los cuatro no
se conocían de nada, pero nada más verse, todos los días, alrededor de la misma
hora, hacían un mohín con la cara a modo de saludo. Era su forma de darse los
buenos días silenciosamente.
Una mañana,
nuestro protagonista se enteró, porque Pedro y Paco hablaban más fuerte de lo
normal, que Pablo en la calle de los Muros, allí mismo al lado del
Ayuntamiento, había matado una paloma con su bastón de puño de plata y entonces
los tres desconocidos sin saber ni cómo ni por qué se acordaron de la estrofa
de un poema de Lorca: “en la calle de los Muros/ han matado una paloma./ Yo
cortaré con mis manos/ las flores de mi corona”
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