Eran dos hombres llorando al pie de una escalera.
Al primero le caían las lágrimas, cual catarata, a la altura de la nariz y el segundo se las contenía, como el que evita una tos en una obra de teatro, porque de pequeño le habían inculcado que llorar es de mujeres.
Como si se conocieran toda la vida, a pesar que era la primera vez que se veían, empezaron a contarse su historia:
Mark, pues así se llamaba el primero, le empezó a contar a Paul, que así se llamaba el segundo, la razón de su abatimiento: acababa de llegar a Cartagena, procedente de la ciudad condal, porque una llamada de su ex le había informado que John, su hijo discapacitado y con el síndrome de Duchenne, acababa de fallecer de un paro cardiaco. Mark le explicó a ese desconocido que esa era una enfermedad degenerativa de los músculos que habían postrado a su hijo en una silla de ruedas a los 14 años. La noticia, ciertamente, no les pilló de sorpresa pues todos, en la familia, sabían cuál iba a ser el desenlace de la enfermedad. Más tarde o más temprano su hijo iba a fallecer. Esa circunstancia no impidió que John tuviera una vida plena, feliz e intensa hasta los 25, edad a la que sucedió tan triste desenlace.
Mark y su mujer, a pesar de que les unía un amor muy grande por su hijo, acabaron su relación de una forma abrupta y sin posibilidad de reconciliación. John para entonces ya tenía 20 años. Para Mark la muerte de su hijo fue un gran varapalo pues lo quería con locura y en esos momentos sentía un gran vacío que nada en el mundo podría llenar.
John era una persona con muchas inquietudes. Leía, en los últimos años, los libros apoyados sobre un atril en la mesa de roble del comedor adaptada a su altura, a los que pasaba las hojas con un palito no muy grueso sujetado en la boca, pues sus miembros superiores, apoyados siempre sobre el reposabrazos negro de su silla de ruedas, no podía mover. Le gustaba estar informado de todo: por sus manos, es un decir, pasaban desde revistillas del corazón como “pronto” hasta libros de la historia española, especialmente sobre la república. Efectivamente, John era republicano, entre otras cosas. También le gustaba salir con su amigo Salas a pasear por el paseo marítimo, ya que de pequeño, y si hubiera nacido en otra época, le hubiera gustado ser bucanero y tener una novia en cada puerto.
Salas y John tenían una amistad muy “bonica” forjada a lo largo de los años en una asociación llamada “Proyecto Ilusión” y a la que ambos pertenecían; John como usuario y Salas como voluntario. En dicha asociación había personas con discapacidad pero ninguno con el síndrome de Duchenne. Cuando se conocieron, a Salas le llamó la atención la silla de John y el tubo que llevaba en la boca y que luego, hablando con él, se enteró que era un respirador con el que John inhalaba el oxígeno que no podía respirar sin ayuda mecánica. La silla por su parte tenía un reposacabezas con una especie de almohada y con el escudo del Madrid: John era fan de CR7.
Salas, bajito, regordete con una alopecia prematura y siempre con sus Ray-Ban y su gorra, ya fuera verano o invierno, disfrutaba mucho con la compañía de John: sus charlas sobre política, libros, pelis y mujeres, sobre todo de mujeres, pues a ambos una chica les había roto el corazón.
Mark, había conocido a la que después sería su esposa en el Rockambole; un bar del centro histórico de la ciudad todo de madera, desde la barra hasta el suelo, y con una escalera larga, también de madera, por la que se accedía al local. Las paredes llenas de poster de “Los Beatles” “los Ramones” o “AC/DC”. El ambiente, lleno de humo, y el sonido, en ese momento en que se cruzaron sus miradas y el uno fue consciente del otro, sonaban “los Smiths”, era propicio para un encuentro como ese. Ella estaba allí con sus amigas disfrazada de policía, pues celebraba una despedida de soltera. Una amiga suya iba a pasar en pocas horas de soltera a casada. Sus amigas se iban casando y ella tenía la sensación de que se quedaba para “vestir santos”.
Él acababa de cerrar su galería de arte, un bajo en el centro de la ciudad estrecho pero bien iluminado, pues daba a dos calles, donde podías encontrar desde cuadros de artistas emergentes como Beni, Alberto o Isidoro—pintores que se estaban haciendo un hueco en ese difícil mundo del artisteo y del que pocos viven—hasta otros consagrados ya como Juana Jorquera o Charris.
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