lunes, 29 de septiembre de 2014

EL FUNERAL

                                         
Mi cuerpo rígido, mortecino y quieto, sin un suspiro de aire que entrara en mis pulmones ya inservibles para lo que me esperara: el tránsito hacia el más allá.
Mi cara pálida, demacrada—a causa de lo agónico de mi última enfermedad que, por lo que dicen, y yo lo he comprobado en mis carnes, es la peor—y maquillada como un payaso del circo del sol era lo que mis familiares y amigos iban a recordar físicamente de mi paso por este mundo lleno de injusticias; porque, ¿no era mi muerte si quiera, una injusticia? ¿Acaso no lo son todas?
Mis ojos, antaño verdes y grandes como nave de objeto volante no identificado cruzando el desierto de Tinduf en plena noche estrellada, estaban cerrados a cal y canto por los siglos de los siglos.
A pesar de mi cuerpo rígido, mi cara pálida y mis ojos cerrados yo seguía siendo consciente de lo que pasaba a mi alrededor: voces conocidas y familiares que hablaban de esto y lo otro.
Allí estaban todos, o mejor dicho, todos los que habían podido venir a velar mi cuerpo, ya inservible, en esta buena ciudad, que me había acogido hacía ya unos años, cuando vine en busca de la chica que había conquistado mi corazón en mis años mozos.
Sí claro, también estaba ella: alta, más alta que yo unos cuantos centímetros, morena de pelo liso, a ambos lados de la cara, con un pequeño flequillo en una frente ancha y despejada y que le resbalaba a mitad de los hombros. Empática, inteligente, simpática, elegante, guapísima y, sobre todo, buena persona, había sido mi compañera y amiga en esas tres décadas que habíamos estado conviviendo en la Ciudad Condal.
Allí también estaban mi hermanos: Roberto, Alcázar y Pedrín que habían venido de la ciudad trimilenaria donde los tres vivían con sus hijos, mis sobrinos, y de los que reconocí sus voces en cuanto llegaron a la habitación de la casa donde había vivido con mi chica y donde me velaban por expresa última voluntad mía.

Mis amigos, mis buenos amigos, también hicieron acto de presencia en nuestra casa, aún la consideraba así, para darme el último adiós.

Con todos juntos, mi familia y amigos, yo ya podía despedirme de ellos, a mi vez, contento, feliz y tranquilo, con paz interior.

Sabía lo que iba a perder: noches de blanco satén con mi chica, a la que adoraba hasta la extenuación; paseos compartidos por el Barrio de Gracia, La Rambla, La Barceloneta y, por el otro lado de la ciudad, El Parque Güell de Gaudí,—del que los dos admirábamos su gran obra desperdigada por toda la ciudad--; amaneceres a dúo viendo como el sol salía entre las olas del mediterráneo que a ambos nos gustaba observar; silencios cómplices cuando oíamos música, leíamos un libro o veíamos una peli en el cine, a donde íbamos por los menos una vez a la semana; tampoco iba a ser posible tomarme una cerve con ella y charlar despreocupadamente sobre tal o cual noticia que aparecía en los periódicos matutinos, que mienten más que hablan; ni mucho menos viajar, que a los dos nos gustaba, o coger el coche un fin de semana largo y echar millas sin rumbo ninguno, a la aventura; ni que decir tiene que también iba a ser un imposible compartir una caldereta o un pan con tomate en algún chiringuito perdido de Cambrils; volver a hacer el amor era pura utopía en mi estado actual; y acariciarla y susurrarle al oído, más difícil que acertar de pleno una primitiva; difícil cogerle la mano cuando bajaba del autobús y un sueño regalarle flores por su cumpleaños o nuestro aniversario o simplemente porque sí, como había hecho en vida.

Mi vida se puede decir que había sido plena y mi muerte, por lo que pude ver, oír y sentir, también


La Manga del Mar Menor 26-VIII-2014
Basi Jorquera

  


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