Un día soleado abrió el día.
Acabábamos de terminar el curso con una mezcla de excitación, alegría y expectación por lo que se avecinaba: todo un verano, desde mediados de junio hasta mediados de septiembre, para disfrutar con la espléndida playa, el mar profundo y la pandilla numerosa.
El día de la partida hacia La Manga-- liados ya los bártulos: la ropa de verano, la tele, la comida para comprar allí sólo lo del día a día, las sartenes, las macetas para que no se estropearan durante el tiempo que estábamos en la playa—toda la familia estábamos nerviosos por el cambio momentáneo de domicilio.
Llegamos, nos aclimatamos a la nueva casa, a los amigos de verano, a las nuevas calles, a la nueva estructura de los días, y dejamos transcurrir las jornadas; que fluyera el tiempo; que fuera el tiempo el que nos guiara y no al revés; que predominara el carpe diem en nuestras vidas; en fin, que en ese verano estrujásemos bien el limón hasta la última gota. Ese era nuestro espíritu durante esos pocos meses veraniegos.
La pandilla era mixta, numerosa y de diferentes edades con lo cual la diversión estaba asegurada porque lo que no se le ocurría a uno se le ocurría al otro.
Había pequeños roces entre los “mayores” y los “pequeños” –que nos llevábamos tres o cuatro años a lo sumo pero que a esas edades es mucho—por el tema de las chicas; cuando a los” pequeños” nos apetecía jugar al futbol los “mayores” querían estar con las chicas. Cuando los” pequeños” queríamos estar en la sala de máquinas, a los “mayores” les satisfacía más una barbacoa en la playa con baño nocturno incluido.
Los días pasaban plácidos y tranquilos. Yo los ocupaba como mejor me parecía. Me iba con un amigo, su hermano, su padre y sus primos al club Dos Mares y nos pasábamos las mañanas en interminables partidas de ping-pong que por supuesto siempre ganaban ellos. Las partidas tenían su ritual: escoger la pala adecuada, comprobar la dureza de las pelotas, elegir en que parte de la mesa ibas a empezar a jugar, con qué pareja y quién iba comenzar primero las partidas a dobles.
Después de las partidas bajábamos todos juntos a la playa del club a bañarnos, para enjugar el sudor, entre pastinacas, optimits, cadetes y algún que otro velero con dos mástiles. La arena era negra y poco fina y el agua estaba caliente como orines recién expulsados.
A todos nos gustaba más el Mar Mayor pero por cercanía siempre nos bañábamos en el Club. No menos de quince minutos ni más de media hora pues la hora de la comida en casa estaba cercana y yo no quería que me castigasen sin salir un día por llegar tarde:¡¡ todo lo que me iba a perder¡¡¡
Otros días los “pequeños” nos dedicábamos a construir cabañas de madera, en el Monte Blanco, con troncos que encontrábamos en un bosque cercano. Los cogíamos entre dos, uno por cada punta, y los trasladábamos hacia donde íbamos a construir la cabaña. Los amontonábamos en un rincón y cuando teníamos catorce o quince comenzábamos el proceso de construcción: cavábamos una especie de trinchera ancha en la arena y luego las apilábamos en ángulo recto una sobre otra hasta perfilar una cabaña en la que guardábamos botes con alacranes, escarabajos y culebras a las que luego rociábamos con alcohol para observar cómo se quemaban. Otras veces metíamos un petardo en el tarro lleno con bichos para comprobar después el estropicio. Así de crueles éramos.
Ya en las postrimerías del verano, cuando los murcianos y madrileños se habían ido, el agua estaba más fría, las tardes eran más cortas y en la playa había huecos entre sombrilla y sombrilla y aunque en época estival todavía, ya se estaba más fresco en verano, y podíamos hacer recapitulación del tiempo transcurrido durante esos escasos tres meses en los que cargábamos las pilas para todo un triste otoño, un frío invierno y una florida primavera que con los árboles en flor anunciaba otro prometedor verano.
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