Todo empezó por unos buñuelos de bacalao.
Ambos estaban en un típico chiringuito de playa de la costa
mediterránea. El sol era de justicia, pero donde estaban sentados, al lado del
mar, corría una brisa fresca y agradable, que mitigaba el bochorno de aquella
tórrida mañana de verano.
Ninguno de los dos se conocían, pero por los avatares del destino ambos
pidieron el mismo menú del día: Chopitos, almejas al ajillo y buñuelos de
bacalao.
Brown, que así se llamaba él, se acercó después de comer a la mesa de Green, que así se llamaba ella.
Tras la suculenta comida ella lo miró a los ojos un poco contrariada, y a
la vez sorprendida, ya que en su esquema veraniego no estaba contemplada una
segunda persona.
Cohibida pero expectante por saber quién había osado interrumpir su
digestión le pidió que se sentara a su lado.
No se conocían, no se habían visto nunca, pero ambos sintieron en ese
momento y a la vez que en aquel fortuito encuentro podría surgir algo más que
una simple relación de amistad.
Ella era espigada como un junco, sus ojos de un verde sugerente, su pelo,
media melena, y sus manos, sus dedos, finamente delgados
Él, por su parte, era bajito y regordete; su tonsura coronilla le hacía
parecer mayor de lo que en realidad parecía; era rubio, o lo había sido en su niñez, de ojos azules y tenía algo en la mirada que cautivaba a las mujeres, a todas
las mujeres.
--- Él no sabía como empezar la conversación así que optó por la típica
pregunta del ¿de dónde eres?
--- Ella, apenas sorprendida por aquella tópica pregunta, le dijo que
del "mundo mundial”, pues no quería mostrar sus cartas a la primera de
cambio.
--- Él, quería insistir en sus averiguaciones acerca de ella, pues
estaba intrigado ante aquella valquiria de ojos verdes que tenía delante.
Sus pechos sinuosos y su mirada,
lánguida pero atractiva, hacían despertar en Brown sus más tórridas
pasiones. Su imaginación se disparó como un “ tomahawk” a velocidad increíble.
---- ¿Te apetece pasear ?., le sugirió con un tono de voz, cohibido pero
directo.
--- Bueno dijo ella. Conozco un
risco al lado del faro que tiene una vista espectacular. Se tarda una media
hora andando, pero merece la pena porque es un lugar escarpado, de difícil
acceso y por lo tanto poco concurrido.
--- De acuerdo, dijo él, alentado por la decisión de ella
Volvieron a bajar la cuesta del
faro con la respiración mas acompasada, cogidos de la mano y sintiendo ambos el
latir del corazón en la mano del otro.
El camino se hizo corto y cuando llegaron al final de
la senda ambos se miraron y acariciando, él la
mejilla de ella, y acercando poco a poco sus labios se dieron el primer beso de esa tarde-noche tórrida que se avecinaba.
Acaramelados se fueron acercando hacia el coche de
él, y cuando arrancó enfilaron hacia la rotonda que dividía el pueblecito
pesquero en dos y cogiendo la primera bifurcación a la derecha se dirigieron
hacia el restaurante que ella había escogido para cenar esa noche.
Al entrar al restaurante, construido en madera de
roble y con las paredes adornadas con fotografías de ilustres comensales, un
metre les salió al encuentro preguntando cuantos eran y el sitio donde
preferían sentarse, ya que, aquella noche, no había mucha gente y se podía
elegir sitio, cosa que hicieron al lado de un ventanal que daba al mar; mar
iluminado por una luna moruna que incitaba a las confidencias.
El metre se acerco de nuevo
ofreciéndoles la carta y les sugirió unas ostras al limón, unas almejas al
ajillo, especialidad de la casa y unos mejillones al vapor.
Ellos se miraron dulcemente y
asintieron a la vez.
¿De beber? – Preguntó el metre.
Un Rioja del año, por favor, --dijo él—adelantándose a
la posible sugerencia de ella
Mientras esperaban la suculenta cena no pararon de
hablar, sonreír y acariciarse.
Él le contaba como había sido su vida hasta ese
preciso instante, y como esperaba que fuera desde ese preciso momento. Le habló
de su familia oriunda de un barrio pescador del sureste murciano: Santa
Lucía.,--desde donde dicen que nació la luz del evangelio—y desde donde
comienza el verdadero Camino de Santiago.
Le habló también de sus amigos; amigos que mantenía
desde la infancia y la adolescencia. Amigos que no le habían fallado nunca al
igual que sus padres y hermanos, incluso en la mala racha que pasó cuando una
depresión truncó su vida sentimental y
de estudiante.
Él no se lamentaba de
ello ya que decía, y lo dijo mirando fijamente y con ternura a los ojos de
ella, que su camino lo había llevado hasta ese preciso instante y que, por lo
tanto, se podía sentir afortunado de estar con ella en ese momento.
Ella, a su vez, le habló también de su familia, que
procedía de antiguos militantes anarquistas del barrio del Raval de la
Barcelona de 1898, cuando sus abuelos procedentes de
un pueblo agrícola de Cáceres, llegaron
para trabajar en la emergente industria textil de los alrededores de
Barcelona..
En su hogar se había educado con sus
padres y siete hermanos más – tres chicos
y cuatro chicas -Todos, gracias a sus padres,
habían estudiado alguna carrera universitaria, menos el mayor, que en sus años mozos y, por mor de un trabajillo por horas, se
agenció una vespa y se dedico a recorrer aquella Europa efervescente que a los
españoles les parecía tan moderna y a la
vez tan lejana.
Cuando terminaron de cenar, él le
propuso ir a dar una vuelta por los puestos hippies que estaban rodeando el
puerto de pescadores de aquel pueblecito costero, ya que sabía que a ella le
gustaría mezclarse con los lugareños, los “guiris” y los veraneantes que a esas
horas de la noche paseaban también de puesto en puesto.
En un momento dado se miraron a los ojos y él cogiendo la mano de ella
se dirigieron hacia el coche. Durante el trayecto no pararon de besarse y
meterse mano, así es que cuando arrancaron el coche estaban medio desnudos y más
calientes que el motor de su antiguo mini.
Camino a casa de él
siguieron metiéndose mano fogosamente aunque controlando, ya que la
carretera era sinuosa – como el cuerpo de ella-- y algo transitada a esas horas-- era sábado
noche y los jóvenes del lugar iban de discoteca en discoteca un poco bebidos y
quizás algo puestos--.
Cuando llegaron al camino que enfilaba hacia su casa,
él redujo velocidad metiendo primera y ya más tranquilos, se besaron y
acariciaron dejándose llevar pero siendo conscientes en ese mágico momento
– luego vendrían más-- de que ambos
estaban hechos el uno para el otro.
Exhaustos y sudorosos salieron del coche --- él, casi
resbala al poner los pies en el suelo por la humedad de la noche--- . y
entraron, -- él nervioso y ella expectante, ya que aunque era solo un año mayor
que él, tenía más experiencia en esas lides---a la casa de él.
Ella, al entrar, se detuvo un momento a observar la
casa de él y quedó gratamente sorprendida. De las paredes colgaban copias
exactas de reproducciones de pintores como Sorolla, Dalí, Miró; pero también de
Van Gogh, Gauguen o Renoir; aunque ella,
que ya conocía esos cuadros, se quedó perpleja ante un cuadro de Arcinboldo por
su colorido su innovación para la época en que se pintó (1573) y el tema que
trataba: el verano representado con frutas y alimentos de esa estación-- melones, ajos, melocotones, guindas, uvas,
trigo, pepinos, etc...---
Él, viendo como miraba ella sus cuadros, se sintió
complacido pues se dio cuenta de que se paraba a observar precisamente el
cuadro menos conocido pero el que más le gustaba a él: el cuadro de Arcinboldo.
Ella le dijo que le había llamado la atención por los
colores vivos y la original composición del lienzo, así como por la
originalidad del motivo: el verano—que para ambos era la mejor época del año;
no por la climatología, que también, sino por los recuerdos que ambos tenían de
su época en el instituto y de las largas temporadas que él pasaba en La Manga del Mar Menor y ella
en La Costa Brava cerca del
Ampurdan y de Cadaqués.
Como se habían conocido apenas seis horas antes ambos
estaban ansiosos por saber uno del otro así que se sentaron en el chaiselong del salón y
siguieron hablando y hablando de sus vidas, de política, de sus anteriores
relaciones sentimentales, de música...
De cuando en cuando y, al mirarse, pues estaban
sentados uno al lado del otro, a los ojos--- los de él azul turquesa y los de
ella verde aceituna---- él pensaba – quiero besarla, quiero besarla--- y ella también --- quiero besarlo, quiero
besarlo—pero ninguno se atrevía a dar el primer paso, pues aunque por el camino
se habían desatado sus pasiones por efecto del rioja, ahora mas serenos ambos
estaban un poco cortados.
Así que él, decidido y tomando la iniciativa, se
acercó aún más a ella, sin dejar de mirarla a sus cautivadores ojos verdes, le
acarició suavemente esa barbilla respingona que tanto le gustaba, y acercando
poco a poco sus labios a los de ella se fundieron en un beso cósmico.
De ahí a la mesa del salón fueron apenas cinco
segundos.
El siempre había deseado hacer el amor en esa mesa, fantasía
erótica—después de ver a Jack Nicholson y Jessica Lange en el
cartero siempre llama...— que esa noche se haría realidad.
Ya en la mesa y ambos sudorosos, ella se puso encima
de él y con suavidad y cariño le fue desabrochando los botones de sus Levi´s .
El mientras tanto, un poco nervioso, le acariciaba sus sinuosos pechos
deteniéndose con parsimonia en los erizados y excitados pezones.
Nerviosos buscaban ambos la boca del otro y sus
húmedas lenguas se mezclaban y
entrelazaban en un baile frenético.
Por fin él abrió un poco las piernas y ella
conocedora del cuerpo masculino se acopló a él moviéndose rítmicamente como en
un vals vienes.
El orgasmo fue múltiple para ella y, muy, muy
excitante para él.
Después, él cogiéndola con mucho cariño de la mano, la
condujo a su cama donde abrazados durmieron el uno junto al otro hasta bien
entrada la mañana cuando el sol les despertó a la vez.
Ambos se miraron con complicidad y se sonrieron
mutuamente para darse los buenos días.
Eran los mejores buenos días que a él le habían dado
nunca y ella lo descifró al mirarlo y observar sus ojos centelleantes de
felicidad.
Se vistieron después de darse una ducha y salieron de
casa rumbo al pueblo marinero con el propósito de desayunar en algún
chiringuito de la playa, cercano al mar.
Él tomó un cortado natural descafeinado de cafetera
con unas tostadas de tomate y un zumo de naranja natural y ella un solo con
hielo y un croissant de chocolate.
Los dos se entretuvieron,-- él leyendo el periódico del
día y ella observando a los guiris y lugareños del pueblo,--un rato al sol,
pensando cada uno para sí en lo que iban a hacer esa mañana.
Él le propuso una ruta por los alrededores ya que le
quedaba sólo una semana de vacaciones y quería conocer los alrededores del
lugar donde se habían conocido sabedor de que era posible y probable que tras
esa semana no se volvieran a ver más.
Ella con más esperanzas que él le propuso ir al
mercadillo de un pueblecito cercano con la ilusión, pero también siendo
realista, de comprarle alguna cosilla como recuerdo de aquella relación
veraniega.
Pudo más la ilusión que la probabilidad así que
fueron al abarrotado mercadillo cogidos de la mano y siendo uno en medio de
tanta gente.
Ella iba desenvuelta de puesto en puesto preguntando
precios y comparando calidades. Su intención era comprar dos camisetas de manga corta del mismo color como
recuerdo de aquel verano y de aquella relación.
Él, cariacontecido, sabiendo las intenciones de ella
la seguía callado y triste porque aunque en ese momento se sentía dichoso por
estar con ella era consciente de la temporalidad de aquel encuentro
A sí que pensó y así se lo dijo: carpe diem
Y a partir de ese momento los dos vieron el cielo de
otro color.
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