Era tanto el amor que sentía por ella que
se fue a la T-4 sin pensárselo dos
veces, para coger un avión directo a La Habana , pues un amigo le había comentado en una
noche de farra, hacía unas semanas, que allí estaban los mejores santeros para
los “amarres de amor.” Sin reparar en
el tiempo que haría en Cuba o en lo que le iba a costar la aventura preparó su
maleta y en cuanto se vino a dar cuenta ya estaba sobrevolando el Atlántico.
--Estoy loco, pensaba él, cuando terminó de
beberse el whisky que le ofreció la azafata de vuelo, muy dispuesta ella.
-- A quién se le ocurre irse nada menos que
al otro lado del mapa terrestre. Todo sea por amor, se decía para justificar la
locura transitoria que le había hecho coger ese vuelo de Iberia.
Pensando en Bea, se quedó traspuesto unas
horas, hasta que el sonido de los altavoces de la cabina de pasajeros lo
despertó sobresaltado:
--Señores pasajeros, estamos entrando en
cielo cubano, rogamos se abrochen los cinturones pues dentro de cinco minutos
vamos a aterrizar en el aeropuerto de La Habana.
El aterrizaje, al igual que el viaje,
transcurrió sin novedad alguna. Bajó del avión, se dirigió a por las maletas, y
cogió un destartalado taxi rumbo al hotel. Allí dejó sus pertenencias y se
dirigió raudo, pues no quería estar más tiempo que el necesario en esa ciudad
sucia y vieja, a la casa de una santera, la mejor de La Habana según le habían
dicho.
La
casa donde iba a celebrarse el ritual tenía a la entrada un santuario con
imágenes de San Cristóbal para los problemas de paternidad, San Lázaro para
curar las enfermedades y de San Francisco para fomentar la sabiduría y el buen
destino, según le dijo un hombre mientras esperaba su turno, pues había mucha
gente esperando para entrar a tratarse con la santera. También había una mesita llena de plantas y especias,
flores y frutos, collares de semillas y cabezas hechas de coco que simbolizaban
a santos reverenciados en Cuba. La santera estaba especializada en males de
amores, conjuros, magia amorosa y santería cubana además de los amarres de
amor. También trabajaba el bienestar, la salud, las influencias y tenía acceso
a prever el futuro.
Cuando le tocó el turno a Jose éste se
encontró con una mujer que frisaba los sesenta, el pelo rojizo lleno de
bigudíes, el cuello escondido tras collares de diversos colores, las mejillas y
la nariz recubiertas de pintura negra y azul y un pañuelo blanco al igual que
su falda y camisa que no dejaba adivinar la silueta de su cuerpo.
El conjuro apenas duró quince minutos. Ya
no tenía ningunas ganas de permanecer más tiempo en esa ciudad así que se
dirigió al hotel, no sin antes sentarse en un bar, a fumarse un habano y
beberse un mojito al lado del Malecón.
Mientras se lo fumaba su cabeza lo
martilleaba: --¿Dará resultado? ¿Volveré a estar con Bea? ¿solucionaremos
nuestros problemas?¿ La veré otra vez? Quizás sí, quizás no, parecía pensar
como si deshojase una margarita.
Subió otra vez, ya de vuelta, al avión y
nada más sentarse en su asiento recibió una llamada transoceánica:
–Era
Bea: “Jose, te necesito”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario