lunes, 13 de enero de 2014

LA SANTERA



                                          
Era tanto el amor que sentía por ella que se fue a la  T-4 sin pensárselo dos veces, para coger un avión directo a La Habana, pues un amigo le había comentado en una noche de farra, hacía unas semanas, que allí estaban los mejores santeros para los “amarres de amor.” Sin reparar en el tiempo que haría en Cuba o en lo que le iba a costar la aventura preparó su maleta y en cuanto se vino a dar cuenta ya estaba sobrevolando el Atlántico.
--Estoy loco, pensaba él, cuando terminó de beberse el whisky que le ofreció la azafata de vuelo, muy dispuesta ella.
-- A quién se le ocurre irse nada menos que al otro lado del mapa terrestre. Todo sea por amor, se decía para justificar la locura transitoria que le había hecho coger ese vuelo de Iberia.
Pensando en Bea, se quedó traspuesto unas horas, hasta que el sonido de los altavoces de la cabina de pasajeros lo despertó sobresaltado:
--Señores pasajeros, estamos entrando en cielo cubano, rogamos se abrochen los cinturones pues dentro de cinco minutos vamos a aterrizar en el aeropuerto de La Habana.
El aterrizaje, al igual que el viaje, transcurrió sin novedad alguna. Bajó del avión, se dirigió a por las maletas, y cogió un destartalado taxi rumbo al hotel. Allí dejó sus pertenencias y se dirigió raudo, pues no quería estar más tiempo que el necesario en esa ciudad sucia y vieja, a la casa de una santera, la mejor de La Habana según le habían dicho.
 La casa donde iba a celebrarse el ritual tenía a la entrada un santuario con imágenes de San Cristóbal para los problemas de paternidad, San Lázaro para curar las enfermedades y de San Francisco para fomentar la sabiduría y el buen destino, según le dijo un hombre mientras esperaba su turno, pues había mucha gente esperando para entrar a tratarse con la santera. También había  una mesita llena de plantas y especias, flores y frutos, collares de semillas y cabezas hechas de coco que simbolizaban a santos reverenciados en Cuba. La santera estaba especializada en males de amores, conjuros, magia amorosa y santería cubana además de los amarres de amor. También trabajaba el bienestar, la salud, las influencias y tenía acceso a prever el futuro.
Cuando le tocó el turno a Jose éste se encontró con una mujer que frisaba los sesenta, el pelo rojizo lleno de bigudíes, el cuello escondido tras collares de diversos colores, las mejillas y la nariz recubiertas de pintura negra y azul y un pañuelo blanco al igual que su falda y camisa que no dejaba adivinar la silueta de su cuerpo.  
El conjuro apenas duró quince minutos. Ya no tenía ningunas ganas de permanecer más tiempo en esa ciudad así que se dirigió al hotel, no sin antes sentarse en un bar, a fumarse un habano y beberse un mojito al lado del Malecón.
Mientras se lo fumaba su cabeza lo martilleaba: --¿Dará resultado? ¿Volveré a estar con Bea? ¿solucionaremos nuestros problemas?¿ La veré otra vez? Quizás sí, quizás no, parecía pensar como si deshojase una margarita.
Subió otra vez, ya de vuelta, al avión y nada más sentarse en su asiento recibió una llamada transoceánica:

 –Era Bea: “Jose, te necesito”.






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